Si cada uno de nosotros
se hiciese cargo de su DON,
su primogénito DON,
y no lo dejase morir como la tarde,
ni apagarse ante el primer escollo,
ante la primera oferta
o el primer formulario encapsulado.
Si cada uno de nosotros
se amparara en lo lúdico,
se hiciese cargo de su sombra y su asombro,
y aceptase ese riesgo,
ingenuo riesgo de ser fiel a su anhelo,
a su propio anhelo emparentado
de jugar por la vida sin tajearse en el dogma.
Si fuésemos capaces
de sostener el silbo,
nuestro propio silbo enmarañado,
brotado en la garganta
con la sangre primera.
Si insistiéramos en perseguir el beso,
aquel beso no dado,
y que nos da memoria de no haberlo besado,
memoria de la boca que aun tenemos.
Si fuésemos capaces de asumir nuestra boca
y nuestra lengua,
de hacernos cargo de la saliva nuestra.
Si cada uno
intentara ser él mismo
con la mañana nueva.
Si al despertar
no renunciáramos al gesto,
al simple gesto que nos mantiene erguidos,
que da sentido al segundero del tiempo,
a la nube que avanza
y al relincho del potro.
Si fuésemos capaces
de no ceder el rito
del pecho y la retina,
de cruzar con la piel y el instante.
Entonces cada uno,
a su modo,
y viviendo con el acá en los hombros,
seríamos la vida,
su misterio pujante.
Y en el mágico acto de estar siendo,
tal vez y sin buscarla,
porque sí y con el día,
brote la poesía,
la simple poesía cotidiana
de ser la vida viva,
con su sentido a cuestas
y un canto entre los huesos.
LUCIANO ORTEGA
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